El insomnio es más que acostarse y quedarse mirando el techo. Se trata de la dificultad para conciliar o mantener el sueño y hoy se vive como una epidemia silenciosa. Detrás de ese desvelo hay un sistema de alerta hiperactivo y un reloj biológico desajustado; la luz a deshora, el estrés constante, las pantallas nocturnas y la prisa desenfrenada empujan al organismo a operar fuera de ritmo.
Cuando el sueño se corta una y otra vez, se desregulan sistemas que deberían coordinarse como una orquesta. Aparecen la presión arterial alta, alteraciones del colesterol LDL y HDL, ganancia de peso, resistencia a la insulina, hasta diabetes tipo 2 y síndrome metabólico. En paralelo, la mente paga su cuota con irritabilidad, ansiedad, frustración, fallas de atención y, con el tiempo, mayor riesgo de síntomas depresivos. Dormir mal desequilibra el metabolismo, incrementa la inflamación y altera el estado de ánimo.
El cortisol, llamado hormona del estrés, se mantiene alto a destiempo, causando falta de energía de día y exceso de activación de noche. Este exceso favorece la lipogénesis, el aumento de peso y altera la leptina y grelina, hormonas que regulan la saciedad y el apetito, lo que genera más hambre y antojos nocturnos, reforzando el desvelo. Para salir de este ciclo se recomienda un enfoque integral que incluya luz natural por la mañana durante 10 a 20 minutos, una comida principal en horario regular y movimiento diario. Por la noche conviene bajar luces, evitar pantallas al menos dos horas antes de dormir y reservar la cama solo para descansar. Un ritual mínimo como la respiración 4-6 y una breve rutina de gratitud ayudan a cerrar el día.
La nutrición es otra aliada; se recomienda una cena ligera y temprana, reducir el consumo de azúcar en la noche y evitar la cafeína a partir del mediodía. Micronutrientes como el magnesio en forma de suplemento de alta biodisponibilidad, como el MAGNESOL, y el omega-3 apoyan el tono parasimpático, mientras que infusiones de toronjil, manzanilla o salvia invitan a la calma.
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