Javier Cabello

Durante las fiestas de fin de año muchos aprovecharon para viajar y pasar unos días alejados del bullicio de la ciudad. Existen destinos donde te puedes “desconectar” de la realidad y pasar momentos únicos. En el mundo podemos encontrar infinitos lugares que son los preferidos por aventureros “mochileros” en su búsqueda de paz interior, tranquilidad y sobre todo la conexión con la naturaleza. Uno de esos increíbles destinos es el Salar de Uyuni, el desierto de sal más grande del planeta y que se encuentra en Bolivia.

Retrocedo en el tiempo y recuerdo cuando en uno de esos viajes que emprendí al país altiplánico el objetivo principal era conocer el extenso territorio que abarca el llamado “desierto blanco”, el tesoro más promocionado en el país del expresidente Evo Morales. El Salar de Uyuni es como el Machu Picchu de Perú.

Para los bolivianos es su mayor atractivo turístico. Es así que para conocerlo había viajado por vía aérea desde Lima hasta la ciudad de Juliaca. Luego tomé un taxi hasta el terminal de buses de Puno para dirigirme a Desaguadero. Sin embargo, aún faltaba poco para llegar al puesto fronterizo por lo que subí a un “taxicholo”. Debido al cansancio del viaje me quedé dormido unos minutos y soñé que era el emperador Julio César en la antigua Roma a bordo de un carruaje tirado por caballos. Al despertar del sueño por un bache en la pista estaba en realidad en un triciclo a pedal y era empujado con fuerza por un fornido conductor bañado en sudor debido al intenso sol que estaba justo sobre su cabeza. Era mediodía y la sensación de calor era insoportable. Le pagué un sol al chofer por el traslado y tuve que entrar a la oficina de migración boliviana y tras el sellado del pasaporte crucé la frontera.

Inmediatamente me dirigí al terminal de combis que parten a la ciudad de La Paz y después de casi tres horas llegué al paradero Cementerio General. Antes de bajar comencé a preguntar a los pocos pasajeros que quedaban cómo podría llegar a la ciudad de Uyuni, ubicada en la provincia de Potosí, al sureste de Bolivia. Era un destino totalmente desconocido para mí y solo quedaba preguntar para llegar.

“En el terminal hay buses que parten todas las noches rumbo a Uyuni”, dijeron. Ya tenía el dato de como llegar por lo que ese día decidí ir al hospedaje para descansar y recién la noche siguiente ir al terminal de buses para viajar a Uyuni. Recuerdo que aquella noche la travesía duró nueve horas. No pude dormir bien debido a que el bus daba saltos porque un tramo de la carretera aún no estaba pavimentada. Había amanecido y las lunas del bus estaban empapadas por la fuerte lluvia. De pronto, el ómnibus se detuvo y el chofer gritó como si fuera un bostezo sin final: “Llegamos a Uyuni”. Hacía mucho frío y no podía creer que estaba a punto de conocer una nueva maravilla natural. Ya les seguiré contando. Nos vemos.