Después de visitar el denominado “cementerio de trenes” en el inicio de la travesía al fabuloso Salar de Uyuni, en Bolivia, la segunda excursión fue al sorprendente Museo de Sal, en el pueblo de Colchani.
Una camioneta 4x4 me trasladó junto a otros turistas de distintas nacionalidades a esta maravilla natural. Poco a poco fuimos ingresando a las profundidades de este lugar que se ha convertido en el “imán” del turismo del país boliviano. Recuerdo que en el primer día de los tres que permanecí internado en el Salar de Uyuni comencé a experimentar una sensación de soledad extrema, a pesar de que estaba acompañado, debido a un entorno desolado y silencioso pero con paisajes inimaginables.
Me encontraba dentro del desierto de sal más grande del mundo y no tenía comunicación con el exterior. Ni tampoco deseaba tenerlo. No había señal en los celulares. Preferí la tranquilidad de observar el increíble paisaje por la ventana de la camioneta que rodaba a través de un “manto blanco”, que parecía que no tenía final. El paisaje del horizonte de color celeste intenso me generaba la curiosidad de saber si es que en realidad me encontraba en la tierra o me había trasladado a otro planeta. Ni en mis sueños vi sensacionales escenarios que ahora perduran en mi memoria.
Solo escuchando el sonido del viento en una tarde en “medio de la nada” te puede ayudar para conectar con tu yo interior, retroceder en el tiempo y conocerte como ser humano. Es decir, el viaje exterior, que implica desplazarse a un lugar, te ayuda a tener un “viaje interior”, que es una travesía hacia el corazón de uno mismo en busca de respuestas y reflexiones profundas de la vida. El Salar de Uyuni es un escenario ideal para explorar el autoconocimiento y la transformación espiritual.
Sin embargo, la tranquilidad del salar fue interrumpida en el 2015 al albergar por primera vez el Rally Dakar. Ese año la competencia off-road de coches, motos, camionetas y quads se corrió “en el cielo”. El fuerte ruido de los motores retumbó por varios días en el “desierto blanco”.
El guía que nos acompañaba nos dice que llegamos al Museo de Sal. Bajamos de la movilidad que nos trasladaba e ingresamos al interior del inmueble con techo de paja. Encontramos mesas, muebles y sillas construidos íntegramente de sal. También artesanías fabricadas de este mineral. Todo es blanco como la superficie del salar, que tiene una extensión de 10 mil 582 kilómetros cuadrados en el altiplano boliviano. Faltaban pocos minutos para dirigirnos al siguiente destino por lo que decidí descansar en una banca de sal. Había comprado una botella con agua y tomé un sorbo para calmar mi sed. También aproveché para inmortalizar el momento con una fotito a miles de kilómetros lejos de casa. Nos vemos.
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