La selección peruana de fútbol terminó el martes su travesía por Rusia y volvió a dicho país luego de siete años tras participar en el Mundial 2018, donde estuve y realicé la cobertura periodística. Tengo muchos recuerdos que permanecen en mi memoria.
En esta nueva gira, al igual que en el último partido en dicho certamen deportivo, la Blanquirroja se despidió en la calurosa ciudad de Sochi. Pasé innumerables anécdotas durante mi recorrido en el país de Putín pero uno de ellos, principalmente, se convirtió en una de las experiencias más intensas y memorables que viví.
El equipo de Gareca se despedía del Mundial y tenía que jugar su tercer partido contra Australia y, pese a las dos derrotas previas frente a Dinamarca y Francia, el ánimo de los hinchas en Rusia seguía intacto. Estaba en Moscú y desde allí debía trasladarme a Sochi. El viaje en tren duraba treinta y siete horas y, como en mis anteriores rutas a Saransk y Ekaterimburgo, los vagones iban repletos de compatriotas.
Solo llevaba mi mochila y todo se desarrollaba con normalidad hasta que el tren realizó una de sus últimas paradas: la estación de Rostov del Don, a quince horas de Sochi. Los pasajeros tenían solo treinta y ocho minutos para bajar, fumar o comprar alimentos. Salí hacia un minimarket cercano y, al volver, me detuve a fotografiar una antigua locomotora soviética colocada en plena calle.
De regreso hacia la estación, compré un shawarma. Revisé el celular: habían pasado veintiocho minutos. Calculé que los diez restantes eran suficientes para volver sin problemas. No fue así. Al llegar a la zona de embarque, el tren ya no estaba. Comencé a temblar. Dos trabajadoras de la estación se acercaron de inmediato repitiendo “No panic!”, mientras me conducían a una oficina y me ofrecían un vaso de agua.
Poco después llegaron tres jóvenes rusos que también se habían quedado atrás. Ellos iban al partido y estaban en la misma situación, pero con mayor tranquilidad. Uno de ellos hablaba inglés y nos explicó las opciones: esperar el siguiente tren, que llegaría en cinco horas, lo cual significaba perder el partido; o tomar un taxi e intentar alcanzar al tren en su última parada del día, programada a las diez de la noche en la ciudad de Krasnodar, a unos trescientos kilómetros.
Pagamos mil quinientos rublos cada uno —unos setenta y cinco soles— y abordamos el taxi. El conductor manejó a tal velocidad que en dos horas ya habíamos llegado. Fue un trayecto comparable a viajar de Lima a Ica en la mitad del tiempo habitual. El tren que habíamos perdido llegaría recién tres horas después. Cuando por fin se detuvo en Krasnodar, logré subir y recuperar todas mis pertenencias. Mis amigos peruanos celebraron mi regreso y me llevaron al bar del tren pero esa es otra historia. Nos vemos.




